Cuando los romanos llegaron a la Península Ibérica, esta ya estaba habitada por una variedad de pueblos que a menudo se denominan genéricamente como los "pueblos prerromanos" que no estaban políticamente unificados, y se caracterizaban por tener diferentes lenguas, culturas y formas de organización social. Tras la romanización de Hispania otros tantos pueblos se asentaron en la Península Ibérica contribuyendo a su riqueza cultural. Sin embargo las diversas luchas de algunos de estos por el poder y el territorio concluyeron con la unificación tras la llamada Reconquista de los Reyes Católicos. Pueblos prerromanos Antes de la llegada de los roamnos a la Península Ibérica, en el siglo III a.C., esta ya estaba habitada por una serie de pueblos que formaban parte de la cultura megalítica, que aquí se desarrolló entre el 4.000 a.C. y el 2.000 a.C., y se caracterizó por la construcción de monumentos funerarios con grandes piedras, como los dólmenes, los menhires y los crómlech. Est
Tuvo cinco hijos a los que no veía con demasiada asiduidad, pero se encargó de que su educación fuera esmerada. La muerte de su heredero, Juan, fue un duro golpe que no superó, al igual que la de su hija Isabel y su nieto Miguel que rompían su sueño dinástico.
Como mujer, Isabel también sufrió de celos al lado de su esposo Fernando el cual, como cualquier príncipe de la época, disfrutaba de correrías e infidelidades con total inmunidad.
Como mujer, Isabel también sufrió de celos al lado de su esposo Fernando el cual, como cualquier príncipe de la época, disfrutaba de correrías e infidelidades con total inmunidad.
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Isabel la Católica |
Retrato de una reina
Cuentan los cronistas de Isabel la
Católica que era alta, de piel muy blanca y de porte majestuoso. Que tenía los
ojos claros, de un azul verdoso, y que su mirar era muy gracioso y honesto. Su
pelo era rubio, entre rojizo-dorado y cobrizo (rasgo que heredaron sus hijas
Juana y Catalina), aunque con los años se le fue oscureciendo hasta volverse
casi negro.
Los escritores de entonces no se
cansan de ponderar su hermosura, que según ellos no tenía rival en su tiempo,
su honestidad, su ponderación y su autodominio.
Pedro Mártir de Alglería, por
ejemplo, dijo de ella: «Esta mujer es fuerte, más que el hombre más fuerte, constante
como ninguna otra alma humana, maravilloso ejemplar de pureza y honestidad.
Nunca produjo la naturaleza una mujer semejante a esta. ¿No es digno de
admiración que lo que siempre fue extraño y ajeno a la mujer, más que lo
contrario a su contrario, eso mismo se encuentre en ésta ampliamente y como si
fuera connatural a ella?».
Hernando
del Pulgar se expresaba sobre la reina en estos términos: «Muy buena mujer;
ejemplar, de buenas y loables costumbres... Nunca se vio en su persona cosa
incompuesta... en sus obras cosa mal hecha, ni en sus palabras palabra mal
dicha»; «dueña de gran continencia en sus movimientos y en la expresión de
emociones... su autodominio se extendía a disimular el dolor en los partos, a
no decir ni mostrar la pena que en aquella hora sienten y muestran las
mujeres»; «castísima, llena de toda honestidad, enemicísima de palabras, ni
muestras deshonestas»; «muger muy cerimoniosa en los vestidos e arreos, e en
sus estrados e asientos, e en el servicio de su persona ».
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Isabel |
Lucio
Marineo Sículo escribió esto: «Y no fue la reina de ánimo menos fuerte para
sufrir los dolores corporales... Ni en los dolores que padecía de sus
enfermedades, ni en los del parto, que es cosa de grande admiración, nunca la
vieron quejarse, antes con increíble y maravillosa fortaleza los sufría y
disimulaba»; «aguda, discreta, de excelente ingenio»; «habla bien y cortésmente».
Andrés
Bernáldez tampoco escatimó elogios: «Fue mujer muy esforzada, muy poderosa,
prudentísima, sabia, honestísima, casta, devota, discreta, verdadera, clara,
sin engaño.
Fernández
de Oviedo lo hacía de esta manera: «Verla hablar era cosa divina; el valor de
sus palabras era con tanto y tan alto peso y medida, que ni decía menos, ni
más, de lo que hacía al caso de los negocios y a la calidad de la materia de
que trataba».
Y así un
largo etcétera que la encontraban “prudente, de mucho seso, llena de humanidad,
bondadosa, mujer de pudor y pureza en sus costumbres, inteligente, ejemplar, de
gran corazón.....
Esta fuerza y este coraje de
Isabel de Castilla, dicen, las conservó hasta cercana ya su muerte, a pesar, o
quizás por ello, de ser una mujer que no dejó nunca de batallar y viajar de un
lado para otro durante su reinado.
Su inteligencia también dio mucho
que hablar. Se sabe que aprendió latín (el lenguaje diplomático y culto de la
época),y de la mano de una gran maestra, Beatriz Galindo, lo afianzó, de tal
forma que no sólo entendía los discursos de los embajadores, sino que también
podía traducir con soltura cualquier obra escrita en aquella lengua.
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Juan |
El inventario de sus libros
muestran un compendio de los conocimientos de entonces: clásicos griegos y
latinos, Santos Padres, libros de Mística, de Filosofía, de leyes. Asimismo se
enumera unos cancioneros, pues, al parecer, era muy dada a la poesía y a la
música, y también cantaba.
Sobre sus gustos se dice que le
apasionaban los perfumes, las joyas, las galas, las sedas y los brocados de oro
y plata, pero que era generosa y sabía agradecer con este tipo de presentes a
quienes ella consideraba. Sus hijas heredaron, y recibieron como dote en sus
bodas, numerosas vajillas, joyas, tapices, etc que ella poseía.
Su descendencia
Es discutible que el enlace de
Isabel de Castilla y Fernando de Aragón fuese por amor, al menos por parte del
rey aragonés, que el mismo año de su boda tuvo un hijo natural. Sin embargo, si
hubiese podido ser el caso de la reina que hizo suyo el romance: “el que se
casa por amor vive siempre con dolor”.
Sobre este particular escribe
Hernando del Pulgar: “amaba mucho al rey su marido e celebrábalo fuera de toda
medida”. Y Lucio marineo Siculo
escribe: “amaba de tanta manera a su marido que andaba sobre aviso con celos a
ver si el amaba a otras, y si sentía que miraba a alguna dama o doncella de su
casa con señal de amres, con mucha prudencia buscaba medios y manera con que
despedir a aquella tal persona de su casa con mucha honra y provecho”.
De su matrimonio con Fernando de Aragón tuvo cinco hijos: Isabel (1470; Juan (1478); Juana (1479); María (1482) y Catalina (1485). Y puesto que no había corte, pues esta era itinerante, todos ellos fueron dados a luz en lugares diferentes de la Península Ibérica.
Juana
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Las continuas luchas en los reinos
peninsulares y el constante deambular para la pacificación de estos, no
permitieron a la reina Isabel tener una relación demasiado estrecha con sus
hijos. Estos en la mayoría de las veces quedaban en los castillos de la
retaguardia para su mayor seguridad y en manos de ayas que los cuidaban.
Sólo se podría decir que tuvo una
relación más íntima con su hija mayor, Isabel, pues esta sería el único vástago
del matrimonio hasta que la soberana de Castilla volvió a quedar otra vez
embarazada ocho años después.
Sin embargo, la reina Católica se
esmeró en que sus hijos tuvieran la mejor educación posible, y no sólo en la de
estos, sino en la de toda la corte, pero en especial con la del príncipe
heredero, su hijo Juan.
A este le colmó de cuidados y
refinamientos tal como se nos revela en "Libro de la Cámara Real del
Príncipe Don Juan” escrito por Fernández de Oviedo, en el que puede seguirse
paso a paso su vida y los desvelos de su madre para que no le faltase de nada y
aprendiera bien el manejo de su “casa”, y por ende, del reino que habría de
heredar.
El príncipe recibió instrucción en
ciencias, artes (sobre todo música), equitación y empleo de las armas.
Las tres heridas de la reina
Cuando sus hijos crecieron, se
acordaron una serie de alianzas matrimoniales con el fin de afianzar la paz y
la unión ibérica, así como para establecer lazos de consanguinidad con las
casas reales del resto de Europa.
De esta forma, a su primogénita
Isabel, se la
casó primero con el infante Alfonso de Portugal, pero a su muerte se la volvió a
casar (1495) con el primo de este, Manuel, que llegó a ser rey luso, y por
tanto ella reina consorte.
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María |
A Juan,
el heredero, se le dio como esposa (1497) a Margarita de Austria, hija del
emperador germánico maximiliano I de Habsburgo.
Su
tercera hija, Juana, contrajo matrimonio (1496) con Felipe el Hermoso de
Habsburgo (también
hijo del emperador Maximiliano I). Con esta unión, años después, entró una nueva dinastía en España, la de
los Habsburgo, que formaban la Casa de Austria. Fue madre de seis hijos, entre
ellos el futuro rey Carlos I.
María fue
esposa también (1500) de Manuel I de Portugal, el Afortunado, del que tuvo diez
hijos, uno de los cuales, Isabel, sería después emperatriz por su matrimonio
con su primo Carlos I de España.
Por último, Catalina, fue casada (1502) con
Arturo, príncipe de Gales, aunque al morir pocos meses después se la desposaría
luego (1509) con su hermano, luego Enrique VIII, por lo que se convirtió en
reina de Inglaterra. Tuvo una hija, María.
Pero tras la alegría de las tres primeras bodas
de sus hijos, todo empezó a torcerse en poco tiempo. El príncipe Juan murió de
tuberculosis, con diecinueve años, meses después de su boda. Tuvo una hija
póstuma, pero nació muerta.
La primogénita, Isabel, murió del parto de su
primer hijo, Miguel de la Paz, un año después de su hermano. Y dos años después
(1500) el pequeño Miguel, heredero ahora de las coronas de Castilla y Aragón,
también fallecería.
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Catalina |
Tras
estas muertes, su hija Juana, se convertía en la heredera de los reinos
hispanos.
La muerte
Siempre se ha declarado que estas
desgracias tan seguidas quebrantaron el ánimo de la reina. Vio en ellas, no
solamente la muerte de sus seres más queridos, sino, con estas, el
desmantelamiento de su obra y sus anhelos, pues en el fondo, la “casa” que
vendría a reinar ya no era la que ella había soñado.
Su hija Juana le daría aún unos
cuantos quebraderos de cabeza, empeñada, embarazada y ya convertida en
heredera, en marcharse a Flandes siguiendo a su esposo.
Cuatro meses
duró su agonía, al final de los cuales falleció un 26 de noviembre en Medina
del Campo cuando contaba con 54 años.
En julio de 1504 la reina Isabel
enfermó gravemente, posiblemente manifestándosele padeciendo síntomas febriles
permanentes que habrían de terminar en una hidropesía y en una posible
endocarditis. Su cuerpo estaba también ulcerado y manifestó hasta el final una
marcada sed, lo que sugiere, según investigaciones recientes, una diabetes.
Sobre este enfermedad Mártir de
Anglería señala: “todo su sistema se
halla dominado por una fiebre que la consume, rehúsa toda clase de alimento y
se halla de continuo atormentada por una sed devoradora y la enfermedad parece
que va a terminar en hidropesía”. De ello también habla el cronista Pedro el
Monje y dice: “le vino de una úlcera secreta que el trabajo y la agitación del
caballo le habían causado en la guerra de Granada. Su valor le causó el mal, su
pudor lo mantuvo y no habiendo querido exponerlo jamás a las manos ni a las
miradas de los médicos murió al fin por su virtud y su victoria”. Mariana habla
de “una enfermedad fea prolixa y
incurable que tuvo a lo postrero de su vida”. Quizás, dicen los médicos, por lo
que se señala en las crónicas, la reina padeció un cáncer de recto, o posiblemente,
de útero.
Su cuerpo está enterrado en la Capilla
Real de Granada.
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